sábado, 9 de febrero de 2019

Atrevida

Me atrevo a decir que la vida me gusta
como me gusta esa lágrima que corre ojo abajo entre
tus días de pestañas caídas.

Me atrevo a decir que soy feliz.
No lo digo demasiado, no vaya a ser que los duendes de lo catastrófico me persigan y me digan que son imaginaciones mías
o histeria colectiva de ideas en comparsa.

Me entreno cada día en ver la dulzura de lo amargo
aunque a veces sea difícil sortear los huecos de las horas larvadas
las rocas de minutos especialmente diseñadas
para que tropiece
y me lamente
y me lama las heridas
que conozco desde hace tanto tiempo.

Soy un poco lerda
en esto de ir viviendo,
pero me alegra comprobar
que esa pequeña loca que me mira desde que tengo tres años
o siete
y cree que las palomas son vampiros
o que puede jugar a volar
es esta misma mujer que acumula arrugas como si fueran
su mapa del tesoro,
que saluda a la salida de cada año con la alegría de saber que,
si no lo hiciera,
estaría muerta.

Me atrevo a decir que la vida va de esto: de seguir vivos.
Más o menos felices, más o menos nerviosos con lo que queremos conseguir a través de las grietas del tiempo.
Amasamos instantes como si fueran el pan del día:
es tan simple saber que la historia no trata de otra cosa que no sea explicarse a sí misma
que, cuando salimos de todos los infiernos
de todos los laberintos emocionales
de todos los lugares que nos dicen que somos y que nos negamos a visitar
de todas las etiquetas que vestimos a lo largo del tiempo,
sabemos que cualquier tontería
es mejor que el silencio que te explota entre los dedos.

A veces no hablas por miedo a que el monstruo de lo ajeno te devore y te convierta en pequeños seres que deambulan arrastrando los pies,
sangrando hasta el grito,
desesperados.
Yo también sangro y grito.
A veces grito tan flojito que parece que esté en silencio,
pero no os engañéis:
a mis pies siempre se enredan flores tan enfermas por hablar
que, de vez en cuando, me atrevo
a salir al campo de letras
y a escribir estos versos.

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