miércoles, 18 de abril de 2018

Cándida letanía

Somos los hijos de los perros que no quisieron ladrarnos,
los fuelles de las alas que exhalaban infierno
bajo los motores de aquel avión en el que tu abuelo renegaba
de la Guerra Mundial.

Somos los hijos de los funerarios que sonrieron a la muerte
con un murmullo de bandas sonoras de incendios
apretados contra tu pierna,
acerados en las esquinas de cualquier rebelión.

Somos ese fango que no recuerdas,
pero que te habita cuando,
en mitad de la nada,
preguntas indeciso por qué no estamos todos muertos.

Somos, en fin,
esa lágrima hipócrita que no derramaste
aquel día que dejaste pasar en espera de días mejores,
el rictus de la envidia dibujada en tu féretro:
todo tú, carne muriente,
brillante esqueleto de las vidas pasadas
a la sombra de las muchachas en estertor,
anhelantes del pico del albatros que se arrastra y les promete amores infundados;
esas que, ahora, en este momento,
se desgarran el alma pensando si,
por un solo instante,
van a dejar de ser la mueca de su juventud
incinerada en la hoguera
del rezo de la seda que las ahorca y abraza
mientras, en un futuro no muy lejano,
se ríen sus hermanas gemelas.