sábado, 12 de marzo de 2016

Esa voluntad

diáfana,
que nace al calor de la lumbre de los días de frío,
que se retuerce pensando en cuándo va a desaparecer bajo el peso de los escollos del tiempo.

Esa voluntad que hace
que a veces pienses en arrojar la toalla
al ring de los barros acumulados en pesadumbre,
esa alimaña que te obliga
-fiera buena-
a resistir más allá del ahogo
-a veces por una mirada,
a menudo por el brusco entrar de nuevas gentes en tu vida-.

Esa parte que no es tuya. Esa noluntad
que acrecienta el hecho de haber nacido para contarlo,
ese paso por el lento arrastrarse de la queja insuficiente,
ese no acabarse nunca las razones
para la existencia
para la esencia.
Ese impulso
que pace en prados de esperanza
a pesar de las voces que te dicen que no puedes más
-porque no hay más fuerza, ni más aliento-,
que quieres bajarte del carro de fuego que arrasa
tus prados resecos,
tus párpados hinchados a fuerza de leer incertidumbre,
tus brazos lacios como el pelo que se enreda en nudos de impotencia.
Esa electricidad a ti debida,
ese poso de incandescencia,
ese no dejarme rendirme,
esa lucha de los sueños conquistados
a fuerza de creer en la realidad presente,
de desterrar los miedos de la irrealidad futura.
Ese pequeño retoño llamado fuerza
para seguir adelante
que tiene su origen en lo absurdo del ir viviendo
a pesar de todo lo que agosta las sonrisas
a pesar de todos los golpes
a besar de todas las gentes
que circulan
por mis días.

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