sábado, 28 de marzo de 2009

Panta rei

Llueve. ¿Cuántas veces llueve a lo largo de una vida? ¿Y de varias vidas? ¿Y de todas las vidas del universo? ¿Y de todas las vidas de todos los universos? Alguien dijo que cuando llueve algo cambia. Dolores de cabeza y cansancio anuncian a menudo las lluvias: ciertos apocalipsis, ya se sabe, predicen un génesis. Es cierto que no hay que cantar demasiado pronto ni demasiado alto. Es cierto, también, que ahogar las gotas de lluvia es un crimen peor que ahogar las lágrimas.
Mirando los cristales resulta imposible no darse cuenta de que el paso del tiempo causa estupefacción. Porque lo cierto es que el tiempo no pasa: nosotros pasamos a través de él, a lo largo y ancho de él. Como si acariciáramos (a veces, con pausa, a veces con la velocidad de un estúpido obstinato) el lomo de un perro.
Es difícil tener los cielos claros en esta época de saturada información. Es inevitable optar por el desequilibrio cuando no sé qué cuestiones de termodinámica dicen que el equilibrio largamente mantenido, la monotonía, monocromía, horizontalidad, asfixia de constantes no son más que
la antesala de la muerte.
Así que... ¿qué hacer cuando llueve y observamos las gotas que discurren pensantes por el cristal, sino romper el cristal y aspirar los vapores de los árboles que amenazan con ahogarnos pero que,
sin embargos
y sin dudas,
ensanchan nuestros pulmones?

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