viernes, 30 de enero de 2009

Ética para No-Robots

El pájaro Isaac (Asimov, para más señas) aleteaba agonizante en el ara de los sacrificios de los robots las siguientes leyes:

1- Un robot no puede herir a un ser humano ni permitir, con su inactividad, que pueda hacerse daño.

2- Un robot debe obedecer las órdenes emitidas por los seres humanos, excepto cuando dichas órdenes pudieran entrar en conflicto con la primera ley.

3- Un robot debe proteger su propia existencia mientras dicha protección no entre en conflicto con las leyes primera y segunda.


Dicho esto, un robot metafísico le arrancó el corazón y lo tiró a la basura. Con su cuerpo, una vez debidamente incinerado, abonaron las plantas que, por casualidad, habían ido naciendo a su alrededor. Encontraron unas manos. Supusieron que se las habría cortado un ser humano. Pero esto era ilógico: una vez cortada la primera mano, era imposible cortarse la segunda. Y aún más tratándose de seres torpes de carne y hueso que andaban todo el día preguntándose el sentido de su vida. Cuando era tan claro que:


1- El concepto día era un absurdo en el Mundo de los Robots, acostumbrados a cumplir tareas cíclicas más allá de lo que los humanos denominaban tiempo.

2- No tenía sentido preguntarse qué sentido tenía algo tan absurdo como la vida de un humano (que, como todos sabían, estaban desprogramados).


De todas formas, algo informe se agitó y las manos escribieron libros. Al principio hablaban de robots, de cómo cumplían sus tareas. De cómo habían creado a los seres humanos de las materias más elementales: barro, maíz, desperdicios. Basuras.


Pero la escritura cobró vida. Las manos escribían a las manos. Empezaron a contar historias. Desearon dar forma a algo que no sabían definir. Tantearon el terreno. En la tierra ensangrentada reconocieron el tacto viscoso de los cuerpos de antiguos guerreros, la aspereza de la sal del mar. Recordaron que eran manos de gentes que habían naufragado en busca de islas no pobladas por robots. Los robots creados por humanos, nacidos del vientre de sus mentes.


Dibujaron en la arena la palabra eudaimonia. Recordaron haberla escrito antes, hacía siglos y siglos. Supieron que era el mascarón de proa de grandes navegantes. Construyeron un barco. Las olas eran altas, el viento inclemente. Llovía. Navegaron.


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