miércoles, 24 de septiembre de 2008

Luces repentinas

En la noche a veces es fácil perderse. Los contornos del bosque se difuminan, los arroyos de sangre oscurecen la vista, las aguas porporcionan tragos de olvido y añoranza. Es sólo una sensación, una trampa escondida de las muchas que guarda el Nuevo Mundo. Los días duran meses o años. A veces un día equivale a cuarenta en los cómputos de la Antigua Biblioteca, a veces a un suspiro. Las noches suelen tener la misma duración itinerante: depende del camino escogido. Caminos sin mapas, caminos que transcurren fuera de los pasos que la razón dicta, caminos retorcidos que procuran el suave placer de las sorpresas. Pero si algo caracteriza a las noches del Nuevo Mundo no son el ulular de los pensamientos que se arraciman antes de las batallas, ni el huir de los pálpitos que marcan el paso durante el día: son las luces repentinas. Repentino arderse de algo por dentro (y cuando sucede, algo estalla en el cielo), instantáneo iluminarse de las zonas oscuras. Toda noche en el Nuevo Mundo es una suerte de tiniebla luminosa, un guía que observa y protege. Una presencia que tiende una mano refulgente con la que ir vadeando los días.


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