jueves, 11 de septiembre de 2008

In dulci jubilo

Llueve. Llueve interminablemente. Llegados aquí, el paisaje es tan nuevo que cuesta describirlo. Los árboles son pieles que se desmadejan al viento (a veces dulce, a veces huracanado) con hojas que caen como cabellos otoñales. Es el lugar del fin de la lucha. Del fin de la agonía. Un (de nuevo) Nuevo Mundo. Ha sido preciso viajar atravesando mares de aguas y estrellas, noches silenciosas, desiertos de horas y horas. No hay leyes, no hay certidumbres, no hay verdades. Lo real es una eterna pregunta que se retroalimenta. Por eso, todo viajero que llega aquí debe pagar como tarifa de aduana (aún hay límites que franquear) la negativa a seguir esperando algo. Porque en este lugar de (re)nacimientos, la vida se niega a ser negada en la añoranza de lo sucedido o de lo que sucederá. Hay caminos, sí (necesario será quizá trazar algún mapa), pero en todos sus principios se puede leer:

No me encontrarás al final: te pertenezco ya.

Mientras, sigue lloviendo. Cuando los mundos se inician, toda Tierra está sujeta al Diluvio.

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