sábado, 20 de septiembre de 2008

Diario de batalla

Cavo una trinchera. Me apresto a la lucha, pensando a la vez que esta caída hacia el centro de la tierra (excavar, excavar) se parece mucho a escalar una montaña, viaje vertical pero al revés, hacia las simas de mí misma. Por un momento me doy cuenta de que quizá el enemigo soy yo, y que quizá por eso la tarea consista en aguerrirme sin extinguirme, puesto que mi armadura debe protegerme de alguien que, en el fondo, soy yo. El Nuevo mundo tiene esas trampas. Crees empujar y eres empujado. Por ti mismo. Por mí misma. Siento un inmediato ataque de cansancio. A la vez, en este momento, el bosque cercano exhala una melodía de color rojo: no es el color de la sangre, sino el de un suave atardecer. Siento la caricia de las ramas, de las hojas. La brisa es tan tenue, tan tenaz, que me envuelve, me hace bailar un momento. Lloro inevitablemente. Lloro. Lloro. La melodía tiene una presencia que de repente se me revela, algo de tiempos pasados que prometen acompañarme para siempre. Bailo acariciada por los árboles. Mis lágrimas son un nuevo río que adorna esta tierra. Son lágrimas dulces, con un punto de desgarro, lágrimas que me desarman pero no me desalman, lágrimas que alimentan mi agradecimiento por tener la temible felicidad de vivir, de vivir caminando, lágrimas que nacen de mis ojos y llegan y forman nuevos lagos, espejos en los que mirarse, que burbujean, bajan en rápidos que murmuran nuevas palabras que estaban en mí pero que no recordaba, se desbordan, me rodean la cintura, me bañan de nuevo en el Nuevo Mundo, y quizá ésta sea en el fondo la lucha, quizá este ir conmigo y contra mí, y no puedo evitar decir un sí, acepto, a la batalla del día. Porque el bosque me anochece y me amanece, me ilumina, me acompaña, me embriaga hasta la última célula, penetra corazas y me dice que la lucha es cuerpo a cuerpo, que no valen protecciones. Porque cuando encontré este Mundo, todo estaba por crear.

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